Il Nero di Luna
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Mensaje por Nidia Da Firenze Jue Ene 06, 2011 6:11 am

Las calles estaban abarrotadas de gente, de olores, de los vivos colores de los vestidos de las jóvenes solteras y de las cortesanas fingiendo inocencia, a la caza de algún hombre de gran fortuna capaz de mantenerlas de por vida. Y los hombres, nobles pomposos, adinerados burgueses y ricos árabes procedentes de Constantinopla, entraban en el juego en pequeños grupos, observando a cada fémina con ávidos ojos.

Incluso las armaduras de los guardias parecían brillar acorde a los rayos del sol, mientras las súplicas de los mendigos postrados en las esquinas de las calles, eran tapadas por los cascos de los caballos y los gritos de los mercaderes intentando vender sus mercancías. Y en uno de esos puestos, estaba Nidia observando unos frascos de cristal procedentes de la ciudad de Murano, luciendo un vestido color borgoña con bordados en hilo negro, que le habían regalado semanas atrás en el gheto judío por haber curado a uno de los ancianos y por el cual, ya se había ganado alguna que otra mirada. Llevaba los cabellos medio recogidos, símbolo de que ya no era virgen, no como muchas de las jóvenes que lo llevaban suelto. Y el pequeño detalle de no llevar anillo, a ojos de los hombres presentes, la asociaba más a una cortesana que a cualquier otro grupo. Pero ella, centrada en los finos frascos de cristal, ignoraba esos detalles.

Tras envolver unos cuántos en un pañuelo y pagar al comerciante, los guardó en la bolsa, dispuesta a volver al Nido. Los necesitaba para los nuevos antídotos que había desarrollado y que esperaba que fuesen eficientes contra los venenos que había detectado en los cadáveres de los asesinos que habían regresado al Gremio. Sin duda, los tiempos se habían vuelto cada vez más peligrosos, a medida que el Loto Negro se adueñaba de la ciudad desde la sombras.

Y en medio de todos esos pensamientos, un particular olor llegó a ella. Dulzón, molesto. Enfermedad. No tardó en localizar su procedencia, en la entrada de una de las calles paralelas, sin transitar. Se adentró en ella, con pasos vacilantes, pendiente a la vez, de no ser seguida por algún guardia. Tirado en la calle, se encontraba un hombre que debía rondar la treintena, un niño en su regazo mordisqueando un trozo de pan duro y la pierna estirada, vendada con trozos de tela sucios. Nidia se acuclilló cerca de él, ante la mirada incrédula del hombre. Levantó ambas manos, indicándole que no pensaba hacerle daño alguno.

-Déjeme echarle un vistazo a su pierna...

Tal vez fuese por su apariencia angelical o por algo en su tono de voz, pero el hombre, tras observarla largamente, asintió. Nidia deshizo el vendaje del muslo, corroborando lo que había creído en un principio. Herida por arma blanca, infectada. Era lógico que el hombre no pudiera moverse, tanto por la profundidad del tajo, como por la infección. Y al fijarse más en el hombre, observó las gotitas de sudor que perlaban su piel, por efecto de la fiebre. Colocó sus manos sobre la herida, concentrando la energía del ambiente en ese punto, y con un profundo gemido lastimero del hombre, empezó a expulsar un líquido amarillento a medida que se cerraba. Al cabo de unos minutos, el hombre la contemplaba con fascinación, desviando su mirada desde su antaño pierna herida a los ojos verdosos de la joven. Dejó un momento al niño en el suelo e intentó ponerse pie. Temblaba un poco, pero lo consiguió y a punto estuvo de gritar se alegría, pero su felicidad, se vio reemplazada por un miedo atroz. Nidia lo comprendió demasiado tarde, justo en el momento en el que una mano enguantada se enredaba en su pelo, tirando de él con fuerza. Perdió el equilibrio y cayó al suelo bruscamente. Y al levantar la cabeza para observar quien la apresaba, asumió que ése sería su final. Centinelas.

Por lo menos, el hombre y el niño, habían logrado salir huyendo, perdiéndose entre la multitud.
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